Vamos a seguir trabajando la creatividad. Esta vez con un relato “sin límite de palabras”, hasta donde te lleve tu imaginación. ¿Estás preparado?
El reto
El segundo reto #LiteraturaÀporter consiste en escribir un relato que contenga la frase: “¡No abras esa puerta!”. Puedes dejar tu creación en comentarios.
¿Qué es un relato?
Un relato se considera un cuento corto o narración breve en prosa de ficción más corta que una novela. Normalmente, trata sólo con unos pocos personajes y puede desarrollarse en solo uno o unos pocos episodios o escenas significativas.
El relato es un formato de literatura muy demandado. Se lee de forma fácil y rápida, y, lo que es más importante, puede ser muchísimo más sorprendente e impactante que una novela.
¿Dónde encontrar una buena historia para tu relato?
1. Presta atención. Pon atención a lo que sucede a tu alrededor. Esos fragmentos de conversación que escuchaste en la cena, el coche que viste yendo en sentido contrario por la autopista durante la hora punta, el anciano caminando penosamente por un callejón oscuro… Todo podría desencadenar una historia.
2. Toma notas. Adquiere el hábito de darte cuenta de lo que sucede a tu alrededor, desde lo emocionante hasta lo mundano y escribe en tu móvil o en una libreta todo lo que capte tu atención. Los mejores escritores son los más observadores.
3. Pregúntate “¿Y si?”. Los sucesos no son historias. Pero estos pueden germinar en historias cuando el escritor planta las semillas al hacer preguntas. Una de las preguntas principales para comenzar una historia es “¿y si?” ¿Qué pasaría si el automóvil que viste que se dirigía en sentido contrario por la autopista en la hora punta lo conducía una mujer embarazada a punto de dar a luz que necesitaba la ruta más rápida al hospital?.
¡Feliz reto!
— ¡No abras esa puerta! ¡No abras esa puerta! — Ladró la voz áspera del intendente.
Claude se volvió lentamente y con mirada desafiante se abalanzó sobre él. Como un animal rabioso empezó a golpearlo y arañarlo. A pesar de su corpulencia el intendente no pudo ni quiso defenderse del ataque.
— ¡Maldita sea!, te quieres estar quieta. ¡Para, para de una vez Claude! —.
Claude pasó en cuestión de segundos de la rabia al llanto.
— Lo siento Claude, lo siento. No puedo permitir que lo veas, se ensañaron con su cuerpo y no quiero que esa sea la última imagen que recuerdes de tu pequeño —.
—Te prometo que encontraré a su asesino y pagará por ello, entonces te permitiré abrir esa puerta y sabrás que se hizo justicia. Lo prometo hija mía, lo prometo—.
Una semana después ambos traspasaron la puerta. Todo estaba preparado, la noche prometía ser larga y allí nadie les molestaría. No habría problemas con las salpicaduras ni con los gritos.
El intendente cerró la puerta de la morgue tras de sí.
Eva entró en casa sacudiéndose la lluvia del pelo como tantas veces había visto hacer a los perros de su barrio. Se quitó el abrigo y las botas empapadas. Pasaron unos minutos hasta habituarse al ambiente en calma protegido entre esas paredes que aislaba el bullicio de la calle. La calma de un mar a punto de romper en una serie de olas que esperan surfistas hambrientos de sal y velocidad. La calma partida por su voz, la de dentro: “¡No abras esa puerta!” Eva se dirigía al fondo engullida por el pasillo; “¡No abras esa puerta!” Empapada y tiesa abrió y cerró la puerta. Empapado y tieso, su marido cubría el cuerpo sonrosado de la vecina del quinto.
Su madre era dulce , tanto como las madalenas que le preparaba para merendar.
En la cocina, sentada a la pequeña mesa , la niña hacía los deberes y la observaba , mientras mezclaba los ingredientes y se movía de un lado para otro.
Esa mujer que , que le sonreía con una pequeña mueca , llevaba tiempo que estaba triste y lloraba constantemente, cuando creía que nadie la veía.
Ella sabía que sus padres discutían y mas de una vez escuchó golpes.
Aquella noche , cuando su padre llegó a casa ,se quitó la chaqueta del uniforme , y junto al arma reglamentaria y la gorra , dejo todo en la misma silla de siempre
Durante la cena , empezó la discusión, como si de una rutina se tratase, y continuó después de cenar; la discusión subió de tono y hubo un forcejeo, su madre se refugió en el dormitorio
El la siguió hasta allí
-Papá-gritó la niña – ¡No abras esa puerta !
El chirrido de los goznes quedó silenciado por el estrépito del disparo.
¡No abras esa puerta! escuchó Jaime, pero ya era tarde, estaba dentro. Las palabras se oían muy lejanas y al siguiente paso, apareció en otro pasillo de libros. Pensó ¿qué curioso una puerta en medio de la librería?, continúo mirando los libros. Algo había cambiado. Intento abrir la puerta, pero estaba cerrada. Confundido y algo mareado descubrió que no estaba en su librería favorita. Un pequeño suspiro ahogado le atravesó la garganta y su corazón empezó a palpitar rápidamente. Miró a su alrededor y se sintió observado, caminó despacio, tratando de pasar desapercibido, pero le sudaban las manos. Echaba un vistazo los libros, algunos los podía reconocer, otros no. Era evidente que estaba dentro de una librería, pero el lugar era bullicioso y la gente estaba vestida con ropa invierno.
Alguien se le acercó
– ¿Hola estás buscando algo?, le pregunta una sonriente joven con acento argentino. Jaime estaba seguro de que nunca la había visto,
– Estoy un poco perdido, le contesta, y para salir del paso añade,
– ¿Dónde está la sección de libros de cocina? Ella le sonrió y siguió con la conversación.
– ¿Eres gallego verdad? ¿es la primera vez que vienes a la Argentina?
Jaime se puso pálido y todo su cuerpo se paralizó.
– ¿Estamos en Argentina?, pregunto absorto.
– ¡Claro! ¿Dónde vamos a estar?, contesto la joven riendo.
Jaime totalmente turbado empieza a hablar solo y murmura, pero ¿Cómo? ¿si yo estaba en Moito Conto en La Coruña, y ahora aquí? La joven observó que algo no iba bien.
– Ve a pasear por la librería, le dijo con voz tranquilizadora. Ya veras lo bonita que es. No salgas a la calle, hace mucho frio afuera. Hay una cafetería en el escenario.
– ¿Escenario?, pregunta Jaime incrédulo.
– Si, allí, ven conmigo, le indica la joven.
Caminaron unos minutos y cuando se terminaron las estanterías que le tapaban la visión, miró el techo y quedó estupefacto. Se abrió ante sus ojos una cúpula, pintada con ángeles y personas. Sus ojos continuaron recorriendo el lugar y descubrió que estaba dentro de un teatro habitado por libros. Contuvo la respiración y maravillado percibió todo a su alrededor. En el escenario había cafetería con mesas y todo. Los palcos llenos de libros.
No sabia como había llegado allí, pero estaba agradecido. Soltó todo el aire que tenia retenido y sonrió. Aquel lugar era sorprendente.
…
Jaime descubrió Moito Conto, cuando era un recién llegado a la ciudad de La Coruña. En la calle San Andrés, pleno centro de la ciudad se encontraba esta librería de toldo rojo llamativo. Subiendo el escalón que separaba la acera de la puerta de la librería, te adentrabas en un espacio intermedio, entre el mundo exterior y ese paraíso de libros. Diez metros cuadrados solo habitados por una planta y un pizarrón escrito a mano anunciando algún libro. Una pared de vidrio transparente permitía distinguir un rectángulo interminable, con libros en las paredes y mesas en el centro con más libros.
Jaime estudiaba en Madrid, y se apuntó a hacer un curso de verano a la Universidad de La Coruña. Era su primera vez en esta parte del país y lo encontraba todo muy verde, el pan especialmente rico y la poca gente con la que trataba muy agradable. Le gustaba mucho. La ciudad está rodeada de agua, pensaba Jaime, mientras caminaba por el paseo marítimo. Pero estaba solo, muy solo.
Moito Conto le proporcionó un lugar de referencia. Cada sábado, tomaba café en el bar de la esquina y siempre era el primer cliente de la librería, donde Chus lo recibía con una sonrisa.
Ese día de agosto caluroso, la librería estaba vacía. Chus y Jaime disfrutaban de esa soledad entre libros, reían y conversaban desde una punta a la otra, casi no se oían y más risas les causaba.
– Jaime vengo en un momento, tengo que buscar algo en el depósito, vocifera Chus.
– ¿Tenéis un depósito?, contesta Jaime.
– Si, tenemos una sección en la librería donde están los libros que todavía no acomodamos, y es quizás mas grande que la misma librería, responde Chus. Jaime corre hacia ella,
-Chus porfa déjame mirar, le implora.
– No lo se, contesta Chus dubitativa.
– Por favor, insiste Jaime.
– Venga vale, solo un momento, le contesta Chus.
Pasaron hacia la aparte de atrás y Jaime inspiró felicidad. El espacio parecía no terminar nunca.
– Gracias Chus por mostrarme este lugar, ¡es maravilloso!, expresa Jaime.
-A mi también me encanta, contesta Chus, es como si estuviéramos en otra dimensión ¿verdad?
Pero Jaime ya no la escuchaba, estaba absorto en las pilas de libros por todos lados. La iluminación era cálida y acogedora. Jaime se adentró en esa jungla de letras y palabras.
Había estanterías altas y libros llenos de polvo. Estaba interesado en un rincón lleno de libros antiguos escritos en gallego, cuando vio una puerta entreabierta. Instintivamente la abrió y se escuchó un grito
– ¡No abras esa puerta!
Al segundo Jaime había desaparecido.
Cuando Chus comprobó que Jaime no estaba y la puerta se había cerrado, un sudor frio le corrió sobre la espalda. No debería haber traído a Jaime aquí, pensó Chus, ¿Que hago? Si Don Francisco se entera me despedirá del trabajo.
Se sentó abatida y respiró hondo. Tengo que hacerlo, decidió Chus. Tomó su móvil y marcó el número de Don Francisco, el dueño de la librería.
…
Chus obtuvo ese trabajo gracias a su madre, Aurelie. Su madre era un personaje muy particular, hablaba francés perfectamente, pero Chus no sabia donde lo había aprendido. Su madre se consideraba gallega de pura cepa, se hacia llamar meiga Aurelia. Ayudaba a sus vecinos con sus remedios caseros y vendía lo que daba su huerta. Chus nunca conoció a su padre.
Cuando terminó el bachillerato en el pueblo, no tenía dinero para estudiar en la universidad, ni tampoco sabia que estudiar. Ella era feliz allí. Su madre le dijo:
– Chus tengo un buen amigo en La Coruña que tiene una librería muy chula. ¿Te gustaría trabajar en una librería? Podrías salir un poco del pueblo, ver otros lugares y conocer otras personas.
Chus no estaba muy convencida, pero le encantó la idea que tendría que aprender a conducir un coche y viajar sola para llegar allí. Su madre le enseñó a conducir, compraron un pequeño vehículo de ocasión para que recorriera los 60 km de ida y 60 km de vuelta a la librería de Don Francisco.
Cuando empezó a trabajar, escuchó la historia de que alguien había desaparecido al entrar por esa puerta. Don Francisco y su madre le insistieron mucho que nunca la abra y que, mucho menos, traiga a desconocidos al deposito sin supervisión.
…
Jaime estaba eufórico. Finalmente se hizo a la idea de que estaba en Buenos Aires y que allí hacia frio en esa época del año. No comprendía como había llegado desde su librería preferida en La Coruña a este teatro convertido en librería. Con calma observaba la gente que conversaba animadamente, otros leían. A nadie parecía molestar, ese ruido de las voces. Se sentía en un sueño mejor del que su imaginación podría crear, no estaba seguro querer despertar.
Una oleada de aire frio lo trajo de vuelta a la realidad y su mente gritaba preguntas ¿qué pasó? ¿Cómo es posible viajar entre librerías?
Lo lógico era volver al lugar donde apareció. Empezó a caminar en dirección hacia la puerta, pero se perdía mirándolo todo, de pronto ¡pum! se encuentra cara a cara con Chus.
– ¡Hola, Chus! ¡Qué alegría verte! ¿Cómo llegaste aquí?, le escupe Jaime, casi sin respirar.
-No lo se, contestó Chus, totalmente pálida, y sin volumen en la voz. Y continua:
– Abrí la puerta para buscarte y terminé en esta librería. Todos hablan con acento argentino y ¡que frío tengo!, relata Chus ahora casi gritando.
-Chus escúchame atentamente, le dice Jaime mirándola a los ojos.
– Estamos en Argentina en una librería en Buenos Aires. Chus contesta incrédula:
– No puede ser, ¡eso es imposible!
-Ven, le dice Jaime y la conduce hacia el centro de la librería.
Embelesados los dos, observan la cúpula ovalada con el gran candelabro en el centro y los frescos pintados. El escenario convertido en bar y los palcos ocupados por decenas de libros. Chus suspira ¡Qué bonito!
– ¿Tu sabías sobre esa puerta Chus? pregunta Jaime, rompiendo ese momento.
– No lo sabia, contesta Chus y continúa hablando:
– Cuando llegue a trabajar a Moito Conto, las compañeras mencionaban que una vez alguien atravesó esa puerta y desapareció. Don Francisco siempre ha puesto mucho énfasis en que no abramos esa puerta, pero nunca imagine que aparecería en ¡otra librería en otro lugar del planeta! Chus estaba asustada.
– ¿Qué hacemos? pregunta Jaime.
– Intentemos volver a la puerta, y regresar Moito Conto dice Chus.
En ese momento, Jaime ve a la joven argentina que lo guió hablado con un señor de traje y un teléfono en la mano. Los miran y empiezan a correr hacia ellos.
Jaime le dice a Chus,
– Nos ha pillado, vamos Chus, vamos a la puerta.
Corren entre la gente, abren, dan dos pasos y … no están en Moito Conto.
…
Pero ¡y esto! pensó Chus.
– ¡Caray! ¿Y dónde estamos ahora? dijo Jaime, mientras con la mirada recorre el lugar. Están en una caseta llena de libros. Jaime empieza a identificar el lugar:
– ¡Ostras!, estamos en Madrid, murmura.
– Al menos aquí hace calor, masculla Chus.
Jaime cada vez mas sorprendido, le dice:
– Chus estamos en La Cuesta de Moyano.
Chus abrió los ojos, contuvo la respiración unos segundos y no pronunció palabra. Empiezan a caminar, tratando de pasar desapercibidos, cuando escuchan
– ¡Chus, Jaime! ¡Chus, Jaime! Ellos se miran e instintivamente aumentan la velocidad de los pasos.
– ¡Esperad chavales! Y la voz se acerca corriendo hacia ellos.
Un señor muy bien vestido les dice,
– Vengo a ayudarlos, de parte de Don francisco y Aurelie, venid conmigo.
El señor los lleva a un café cerca de allí y les pide una botella de agua.
– Por favor beber, viajar deshidrata muchísimo, ordena el señor.
Los dos beben sin pronunciar palabra.
-Don Francisco los está buscando, han tenido suerte que los hemos localizado en Argentina, les dice el señor con tono de enojo, y sigue recitando una serie de insultos que no se entendían.
– Vamos, los acompañaré yo mismo a La Coruña, ordenó el señor.
Chus y Jaime estaban atónitos.
– ¿Quien es Aurelie?, pregunta Jaime.
– Es mi madre, responde Chus.
Los tres vuelven a la caseta de donde habían salido y entran a la puerta. En un lapso que no se podría describir, porque pareció un segundo, pero se sintió como tres días sin dormir, aparecen los tres en Moito Conto. Aurelie y Don Francisco, los abrazan.
– ¡Bienvenidos! ¡Que alegría enorme verlos! Se podrían haber pedido para siempre, menos mal que logramos localizarlos pronto.
Alejandra, desde Argentina, nos aviso que estaban allí y pudimos direccionar la puerta. Este viaje pudo haber sido fatal. Podrían haber llegado a cualquier librería y hubiéramos tardado días en encontrarlos, o peor, que no puedo ni decirlo.
– ¡Te dije que no debías abrir esa puerta!, expuso Don Francisco, crispado.
– Me parece que nosotros no tenemos que dar explicaciones, sino ustedes, afirmó Chus.
– Y tu mamá ¿que haces aquí?, pregunta Chus intrigada.
-Hija yo llegué aquí a través de esa puerta también hace muchos años, responde la madre cabizbaja, y continua:
– Llegué aquí desde Paris. En una visita a mi librería favorita Shakespeare and Co. me perdí entre estanterías y vi una puerta, la abrí y aparecí en Moito Conto. Estaba embarazada de ti Chus. Don Francisco me recibió, el tampoco sabia nada y los dos aprendimos sobre la marcha. Para salvar tu vida, hice reposo el resto del embarazo, no se conocía a nadie que hubiera hecho un viaje en el vientre como tu Chus, eres un milagro hija.
Luego decidí quedarme.
Don Francisco y yo somos los guardianes de esta puerta, y ahora esa tarea también será de ustedes, tienen mucho que aprender.
NO ABRAS ESA PUERTA
Al entrar, sintió enseguida el olor, más bien, la mezcla de olores que hacía el ambiente pesado. Olor a cerrado, a polvo concentrado, a humedad… a abandono.
Estaba allí para vaciar aquel centro que en su día tuvo una razón de ser y ya nunca más se usaría. Allí habían trabajado profesionales que amaban su trabajo y que habían cuidado aquel edificio. Tenía dos plantas y la más baja, por la que entraron, tres puertas cerradas. Le explicaron que de lo que contenían aquellas salas, se podría tirar todo porque no servía para nada.
En el vestíbulo, se dirigió a la puerta de la izquierda, la abrió y lo que allí encontró, efectivamente, no era de utilidad: máquinas obsoletas, grabadoras, cámaras y hasta alguna pantalla de ordenador vieja. Todas, sin orden ni concierto, apiladas en el suelo.
En otra de las dependencias había únicamente una estantería con libros infantiles, algunos eran más antiguos y otros más actuales, pero, a lo sumo, de ocho o diez años atrás. Se planteó cómo iba a deshacerse de aquella pequeña biblioteca; tenía que pensar porque la intención era tirarlos al contenedor, como le habían sugerido o, más bien, ordenado. Ella era incapaz de hacer algo así. Definitivamente, tenía que hallar alguna solución, algo se le ocurriría.
Cuando se dirigían a la tercera puerta, alguien le dijo: “esa sala no merece la pena, no hay nada”. Aún así, la abrió y vio una habitación llena de escombros. “Pero ¿y esto cómo está así?”, exclamó.
Desde la inundación, hacía dos años en Navidad, allí no se había llevado a cabo más que una somera limpieza para acabar de retirar el agua. Cuando enfilaron la escalera para subir a la primera planta, ya eran evidentes las marcas de la anegación que estuvo impregnando paredes suelos y techos durante una semana hasta que se descubrió el desastre. Las paredes, antes blancas, estaban cubiertas de moho verde casi negro. El frío era sobrecogedor y el olor, profundo y desagradable.
Allí arriba, un hall grande daba paso a varios despachos y a una sala enorme que hacía las veces de biblioteca, sala de reuniones, etc. Tenía una enorme mesa en el centro y dos paredes cubiertas con estanterías llenas de libros de temática principalmente técnica. Este era el objetivo de la visita: vaciar las estanterías para cerrar el centro definitivamente.
Ella observó que, al fondo a la derecha, había una puerta cerrada. Le pareció muy extraño, puesto que el edificio terminaba allí. Preguntó y le respondieron: “No abras esa puerta” . El tono le pareció duro, adusto y un poco fuera de lugar, lo que aún le sorprendió más. No hubo más explicación.
Todo aquello empezaba a sonar a cuento de terror para su aprensiva imaginación.
Organizó la selección de los documentos y del material que ocupaban la sala y el destino que habrían de tener cada uno de ellos. Se acordó trasladar cierto material audiovisual principalmente a otras dependencias y deshacerse de todo aquello sin utilidad o que fuera inservible. Después de madurar el destino de la biblioteca infantil, decidió hacer lotes y donarlos a las bibliotecas escolares de los pueblos de alrededor.
En realidad, la situación era desalentadora: el lugar deprimía por el estado en que se encontraba, el mobiliario ciertamente afectado por el agua y el abandono. Pero lo peor era la indiferencia y la certeza de que aquello no le importaba a nadie.
Desde aquel día no pensó en otra cosa que en aquel siniestro edificio, grande y con buenas posibilidades, si hubiese habido algún interés por encontrarle una utilidad coherente.
Ante todo, la sobrecogía aquella puerta que no podía abrir. Imaginó cosas absurdas, terribles. Es que era improbable que aquella condujese a algún sitio. Se había fijado en el exterior del edificio y allí se acababa, o eso le pareció a ella.
Durante su última visita al centro, se cercioró de que estuviera ya vacío y pudo así disponer el cierre definitivo. En el último momento, cuando ya se marchaban, no pudo resistirse y se dirigió a la puerta. Pensó que estaría cerrada con llave, pero tan pronto giró el manillar, la puerta cedió y se abrió.
De pequeña iba al cine con sus padres todos los domingos por la tarde. Cómo le gustaban las películas de risa, las del oeste, las futuristas, las de gangsters, pero especialmente esas historias de amor, en blanco y negro, donde aparecían unas mujeres tan guapas y sofisticadas, de las que le llamaba especialmente la atención sus labios maquillados en lo que ella imaginaba un rojo oscuro, casi púrpura. Desde entonces, siempre que pisaba una perfumería, mientras su madre compraba cualquier producto, Rita fantaseaba frente al expositor de pintalabios, intentando averiguar el tono exacto que lucían las actrices. «Algún día, cuando sea mayor, me los pintaré de ese color» se decía, sintiéndose en los brazos de un elegante, guapo y perfecto héroe, dispuesto a rescatarla del peor de los peligros.
Pero los tiempos cambiaron, y ese maravilloso cofre de terciopelo escarlata donde se sentaba a soñar todas las semanas, se convirtió en una discoteca. Allí acudía a bailar con sus amigas y empezó a conocer chicos, descubriendo con certeza que ninguno era como sus admirados galanes. Carecían de la elegancia y educación que ella tanto valoraba, y sobre todo del coraje que los llevara a surcar los mares, y a correr cualquier riesgo con tal de estar juntos y felices para siempre. Aun así, llegó a casarse con uno de ellos, pero a los pocos años se dio cuenta de que el verdadero peligro era él. Por lo que lo dejó sin contemplaciones.
Y la rueda volvió a girar, y la discoteca se convirtió en un nuevo concepto denominado Multicine, con cinco salas en las que poder ver varios films, como decían los modernos. Y para mayor fortuna, los miércoles, a los que llamaban “El día del espectador” aplicaban un descuento que valía la pena aprovechar.
Dos veces por semana acudía Rita, con los labios pintados de rojo oscuro, casi púrpura, a soñar y vivir otras vidas que no fueran la suya. Anhelaba la magia de las historias que veía, y albergaba la esperanza de que esos personajes que la hacían vibrar por unas horas, en realidad existían, y se ocultaban en la parte de atrás del cine, en un cuarto con una ventanita por donde salía la luz que se proyectaba en la pantalla.
Una tarde localizó la entrada de la cabina. Se quedó justo enfrente esperando que, quizás con un poco de suerte, alguien se olvidara de cerrarla, y así ella podría ver qué ocurría allí dentro. Pero le pudo la impaciencia, y armándose de valor se dispuso a entrar.
—No abras esa puerta— exclamó una voz.
Se quedó paralizada. Era tímida y se moriría de la vergüenza si la pillaban. Pero no hizo caso de la orden y se recompuso apoyando de nuevo la mano en el pomo.
—No abras esa puerta— volvió a oír.
Cerró los ojos, respiró hondo y sin obedecer, lo giró por fin. Una pequeña sala en penumbra apareció ante ella. Descubrió una invasión de mesas, ordenadores, cajas, proyectores y algunas estanterías. Detrás de una de ellas apareció una sombra, seguida por un hombre. El corazón se le desbocó. ¿Sería él? ¿habría encontrado al amor con el que soñaba desde niña? Sobresaltado por su inesperada presencia, el técnico encendió la luz, preguntándole bruscamente qué hacía ella allí. Rita pudo verlo con claridad. No se parecía en nada a esos actores que brillaban frente a ella.
«Qué decepción, por qué no le hice caso a mi voz interior».
La habitación prohibida.
– ¡No abras esa puerta!
Ella se quedó con la mano a cinco centímetros del pomo. Inmóvil y sorprendida por la firmeza con la que Julián había dicho la frase. Suavizando el tono añadió:
– Si necesitas el baño, está justo enfrente
Se habían conocido cuatro horas atrás, en la discoteca “Frenesí”. Bailaban cada uno con su grupo de amigos y amigas. Y sucedió lo que suele ser más o menos normal. Sus miradas se cruzaron un par de veces, los gin-tonics facilitaron más el camino, una sonrisa en el momento oportuno, coincidir en la barra, “¿te gusta la salsa?”, “¿dónde aprendiste?”, “¿y el ballenato?”,
– Ainhoa, nos vamos ¿te quedas? ¿Estás segura? –Le preguntó a ella su amiga Esther
– Julián, ¿te vas a quedar?, la gente ya se va.– Le dijo a él su amigo Quique guiñándole un ojo.
Un último gin-tonic, “mi casa queda lejos”, “la mía cerca” y la pista de despegue ya estaba lista.
– ¿Y qué hay detrás de esa puerta?
– Nada. Es una habitación que tengo de trastero. Está toda desordenada.
– ¡Ah!
– La que importa es esta.
Julián abrió la puerta de su habitación. Las paredes claras con unas cortinas de un azul suave que cubría una ventana, una mesilla a cada lado de una cama de dos metros de ancho. Y frente a ella un caótico cuadro de Jackson Pollock. Todo apuntaba a una noche perfecta. Pero el misterio de esa habitación había bajado varios decibelios la lívido que un rato antes amenazaba con inundarles.
– Voy un segundo al baño. Espérame y ponte todo lo cómoda que quieras.
Tres segundos después, ella transformada en gato abrió con sumo cuidado la puerta de la habitación prohibida, asomó la cabeza y de un vistazo lo confirmó. Cerró la puerta y regresó a la habitación. Él salió del baño.
– Pensaba que te ibas a poner más cómoda.
La agarró por la cintura.
– Espera –dijo ella con un tono frío-. ¿Qué hay detrás de esa puerta?
– Joder, que insistencia. Es mi trastero. Guardo herramientas, revistas viejas, cajas…
– ¿Qué más?
– Oye, chica. A ver: mi caña de pescar, una bici que ya no uso, un poster de Maradona, varios discos de vinilo… ¿Pero de qué vas?
– ¿Puedo entrar a verlo?
– Esto empieza a parecerse a un interrogatorio. ¡No!
– Pues adiós
Ella reaccionó con tal rapidez y determinación que a él no le dio tiempo a pensar ni a retenerla. La atmósfera creada minutos antes se había derrumbado como un foco a destiempo. Como el sonido de un teléfono en medio de una ópera. Como un fallo a puerta vacía.
Ella ya había salido del portal cuando llamó a su clienta.
– Sí, al habla la detective Ainhoa. Efectivamente, señora. Tenía usted razón. A través del cuadro graba todo. Sí, la cámara está justo al otro lado, en el trastero. Hago el informe y se lo entrego mañana a la tarde.
Alicia dudó, cambió el peso de una pierna a la otra. Aún indecisa, repitió la operación y paseó la mirada temblorosa en derredor. Tres puertas entreabiertas, ningún camino, llaves en todas las cerraduras, llaves ajenas.
Alicia cerró los ojos y sonrió. Dio media vuelta y se adentró en aquel pasillo estrecho que había dejado a su izquierda.
—¡No abras esa puerta! —oyó el grito desgarrado a su espalda. Entornó los párpados de nuevo y vio la llave dorada flotando en su corazón.
Avanzó con dificultad por el sendero en recodo. Tuvo que agacharse, aún con el eco de la advertencia en sus oídos. Por fin, el camino se ensanchó y llegó a sus pulmones el aire preñado de azahar. El miedo había perdido su voz.
Hay algo dentro de mí que me taladra la cabeza y me pide a gritos ¡no abras esa puerta, Marta!¡no la abras! pero, el dolor que sufro a diario se ha vuelto insoportable y lo único que quiero es abrirla. Hoy sé que se abrirá y allí estará ella esperándome con sus uñas pintadas y esa sonrisa que tanto añoro. Hoy por fin he firmado el temido documento de NO REANIMACIÓN.
MÁS ALLÁ DE LA PUERTA
¿De dónde nace su inspiración?
Cuando me hacen esa pregunta suelo hablar de libros, de una infancia en la que dediqué mucho tiempo a la lectura. Pero a ti te voy a contar toda la verdad: mi imaginación se desarrolló gracias a una prohibición.
Recuerdo que estaba muy asustado la primera vez que fui allí. No sé si tanto como mi madre. Su hijo, su único hijo. Cuanto le costó aceptar que me fuera ese verano con mis abuelos, los padres de mi padre, al pueblo. Yo apenas los conocía, y no tenía ni idea de cómo sería mi vida allí. Tímido y acostumbrado como estaba a la sobreprotección, sentía miedo en cuanto salía de mi cuarto.
Fue el verano de la libertad. De la libertad forzada, porque mis abuelos no me permitieron permanecer en la seguridad de una habitación. Me obligaron a estar en las calles, en la plaza, en el monte, en el río. A estar con animales, incluso con los más peligrosos: los chicos del pueblo. Muy distintos a mí pero me acogieron muy rápido como uno más, quizá porque necesitan un nuevo fichaje y no tenían mucho donde elegir. En ese verano, mi cara fue cambiando del susto a la alegría. Aprendí a ver el mundo como un lugar para disfrutar, no para temer.
Sólo una prohibición. “¡No abras esa puerta! Nunca.” me dijeron muy serios. No me dieron explicaciones, y yo no las pedí. Sería un almacén donde guardaban herramientas, alguna peligrosa, pensé. En ese primer verano, no le di más vueltas. Durante el día estaba demasiado ocupado con los juegos con amigos o las expediciones en solitario. Si estaba por casa mis abuelos me hacían ayudarles con alguna tarea o me pedían que les tocara la guitarra. Por las noches, estaba tan cansado cuando me acostaba, que no tenía tiempo de pensar antes de dormirme.
Fue a mi vuelta en la ciudad, cuando empecé a planteármelo. Allí dedicaba tiempo a mis libros y a la música, pero después de aquel verano eso no bastaba para sentirme bien, para no tener momentos en los que mi vida me pareciera aburrida, insípida. Entonces recordaba la diversión y la aventura del pueblo. Y también la puerta. parecían considerarme suficientemente mayor y responsable para que me cuidara y evitara los peligros. Imponer algo de manera tan tajante y sin dar explicaciones no armonizaba con el resto del comportamiento de mis abuelos. ¿Para qué no me hiciera daño? No lo creía; parecían considerarme suficientemente mayor y responsable para que me cuidara y evitara por mí mismo los peligros. Siendo un niño, es normal que empezara a plantearme posibilidades llenas de fantasía. Dependiendo de mi ánimo, o de lo que me hubiera ocurrido en el día, esas fantasías estaban llenas de encanto y alegría, o de monstruos y amenazas. Mi mundo más allá de esa puerta se fue haciendo cada vez más grande y más rico, y con cada vivencia, cada libro que leía o película que veía, lo iba agrandando, y, por afectos o temores, se iba llenando de personajes. Pronto ese mundo empezó a salir de mi cabeza; llenaba cuadernos con dibujos y pequeños relatos. Pero fue mucho años después cuando ese mundo privado comenzó a hacerse público.
Volví varios veranos más al pueblo. Nunca intente abrir esa puerta. Primero por temor; me quedaba delante de ella, mirándola, y siempre se me hacía más presente los peligros que podía suponer abrirla que las maravillas que podría encontrar detrás. Cuando me hice un poco más mayor, y un poco más realista, creo que perdí ese miedo o gran parte.. Lo único que me habían pedido. Claro, todo podía ser una broma que me gastaban…si era así, que la siguieran disfrutando. Yo también la disfrutaba: el misterio de esa puerta añadía al pueblo magia y picante. Que no se entere mi madre, pero durante esos veranos ni por un instante deseaba estar en otro lugar.
Diez años después de aquel primer verano, mi abuelo murió, y mi abuela se vino con nosotros. Acompañé a mis padres al pueblo para recogerla y cerrar esa casa del pueblo. Fue entonces, mientras ellos estaban ocupados, cuando me planté delante de esa vieja puerta de madera, y tras dudar un buen rato, y con bastantes nervios, la abrí.