El reto que te propongo esta semana es más “parco en palabras”, aunque no por ello más fácil. El escritor debe ser capaz capaz de sintetizar, de expresar lo que quiere decir en pocas frases. Y es lo que vas a trabajar en este ejercicio.
¿En qué consiste?
El reto
El cuarto reto #LiteraturaÁporter consiste en escribir un relato de máx. 300 palabras que contenga las siguientes palabras: sombrero, estatua, invierno, mariposa, Moscú. ¡No te olvides ninguna!
Puedes dejar tu creación en comentarios.
¡Feliz reto!
Cuando el tren se fue me quedé quieto, como una estatua, en posición de despedida, con el brazo alzado, el sombrero en la mano. Sin fuerzas ni ganas de moverme.
Ahora, frío, triste, adormilado, sobrevivo tratando de no gastar mi escasa energía. Espero tu vuelta como espera la primavera una mariposa que trata de resistir el invierno en Moscú.
Cuando Sara salió de la estación de Yaroslavsky, el frío viento de Moscú interpretando al pincel de un pintor trastornado, se ensañó con su melena para impregnarse del bermellón y bañar con él sus mejillas y la punta de la nariz.
“Un sombrero impedirá esta intromisión” –pensó lamentando el invierno tan duro que le esperaba por delante.
Recordó que de camino al hotel había una sombrerería que llevaba la eternidad colgada junto al letrero y se dirigió hacia allí.
Las campanillas tintinearon al abrir la puerta, y un olor a tiempo encarcelado despertó su compasión “Si llevase un reloj podría liberarlo”.
La dueña de la tienda, como si hubiese escuchado con nitidez ese pensamiento, dijo:
-Solo afuera la vida continúa, lo hace en círculos, la nieve va y vuelve, va y vuelve…aquí estamos a salvo de su insistencia.
-¿Estamos?- preguntó Sara dejando la curiosidad a su libre albedrío ya que no podía hacerlo con el tiempo.
-Sí, los sombreros y yo.
-¡Oh! En ese caso ¿podré llevarme uno?
-Ellos decidirán, jovencita.
Su vista recorrió la estancia y se paró en una estantería donde un ushanka gris ceniza parecía llamarla a gritos. Al cogerlo, una polilla salió volando de su interior y se posó en la mano de la sombrerera.
-Parece que ya tienes un nuevo amigo.
Mientras Sara sostenía el ushanka, reparó en que la polilla era ahora una hermosa mariposa azul que aleteaba surcando las arrugas de la mujer que debían parecerle enormes dunas.
“Sin tiempo no hay vida…Esta tienda está inundada en contradicciones”
-De ninguna manera – dijo la mujer leyéndola de nuevo el pensamiento -. Ahora pruébate el sombrero.
Sara acató la orden hipnotizada por la vetusta voz. Al hacerlo, se convirtió en estatua de sí misma.
-Otra más para la colección -murmuró entre dientes la dueña de la sombrerería.
Copos de nieve empezaron a caer sobre la estatua de Eduard en la Plaza Roja de Moscú. Eduard se caló su sombrero hasta donde pudo en un intento vano de no percibir ese terrible frío. Cada año pasaba lo mismo, de un día para otro ese helado manto cubría sus espaldas y siempre se decía que no llevaba encima suficiente abrigo. Otro año igual, no aprendía.
Intentó en vano permanecer erguido e inmóvil esperando la llegada de algún transeúnte que con misericordia lo mirara y le echara aunque fuese unas monedas y así poder marcharse a calentar a alguna cantina. Más la tarde no parecía propicia para ello, los pocos transeúntes que por allí pasaban corrían presurosos a refugiarse de aquella ventisca. No compensaba aquel trabajo tan ingrato, ya se lo decía su esposa. . . “Ser mimo había pasado de moda”.
Nunca la escuchó prefirió seguir siendo estatua y ella lo abandonó dejándole solo un alfiler en forma de mariposa que él le había regalado. Ahora ella pasa los gélidos inviernos en la Costa del Sol y él sigue allí congelado.
LA DESPEDIDA
Nunca había estado en Moscú, pero estaba segura de que la estampa que ofrecía el parque cuando se adentró en él esa mañana temprana de invierno, bien podría recordar a uno cualquiera de la capital rusa.
Se encasquetó el sombrero con las dos manos pues el viento gélido se le metía por las orejas.
Ese día había decidido cambiar su ruta habitual a la oficina, ya que necesitaba hacer aquella llamada en soledad.
Se sentó en un banco al lado de la estatua de Doña Casilda. Sacó el móvil y se quedó unos segundos mirando su foto. Ya no sentía nada, quizá algo de pena por todos los años juntos, por los buenos momentos; lo habían intentado.
Marcó y al cabo de dos tonos escuchó su voz somnolienta.
No lo dudó:
Me voy.
Al otro lado, silencio.
Despacio bajó el brazo y vacilando un par de segundos, colgó.
Dirigió la mirada al cielo soltando por fin el aire retenido, y con él todo el lastre acumulado.
Ya eran las ocho menos cuarto, debía darse prisa si quería fichar a tiempo.
Un blanquecino rayo de sol se asomó entre los nubarrones: lo consideró una señal.
Se levantó sintiéndose libre como una mariposa brotando de su capullo.
Nunca mejor dicho, sonrió.
Respiró hondo y entró en la tienda,
– Por favor, quiero el sombrero rojo de terciopelo del escaparate; le dijo con firmeza a la vendedora.
Cuando llegó a su casa con el sombrero puesto, su hija se quedó como una estatua.
– ¡Mamá! ¿Qué haces con ese sombrero en la cabeza?, no estamos en invierno y tu no tienes edad para usar un sombrero rojo.
Ella se esperaba esa reacción de su hija. Igual a la de mi madre, pensó apesadumbrada, cuando le dije que quería viajar a Moscú 50 años atrás:
– ¡Hija, que dices, tú no tienes edad para viajar a Moscú! Debes casarte y dejarte de tonterías.
Sin embargo, ella ya no escuchaba, había roto el capullo como la mariposa y, con muchos años de esfuerzo, estaba lista para emprender el vuelo.
Salgo de la Filmoteca, de ver “Moscú no cree en las lágrimas”, una cinta de Vladimir Menshov que proyectaban solo hoy, dentro del ciclo de cine soviético de los años 70 y 80.
Han dicho en las noticias que esta noche va a nevar, pero me arriesgo y decido volver dando un paseo. Me irá bien estirar las piernas, y así hago tiempo hasta la cena.
Inmersa en mis pensamientos, me encuentro con una pequeña plaza escondida entre unas calles por las que no recuerdo haber transitado nunca.
Me puede la curiosidad y me desvío unos pasos para entrar en ella.
«Qué bonita es». Apenas dos farolas, ya encendidas, cuatro bancos flanqueados por poinsettias y en el centro una figura, no muy alta, que me recuerda a una pequeña venus con alas de mariposa. Me acerco a la estatua, quien esboza una sonrisa y estira una mano señalando la base del pedestal, invitando a sentarme y a acompañarla en su soledad. Acepto, comentándole que solo puedo quedarme un rato, y aprovecho para explicarle la historia que acabo de ver, la de Antonina, Liudmila y Katerina. Los sueños, deseos, amores, y desilusiones, de esas tres jóvenes que llegaron a la gran ciudad en busca de estabilidad laboral y afectiva.
«Este invierno está siendo muy duro, y las bajas temperaturas están haciendo mella en mis huesos. Quizás tendría que ir tirando para casa, pero estoy tan a gusto conversando con mi nueva amiga».
Hablamos acerca del vacío entre las personas que se esconden a sí mismas detrás de una pared de ilusiones, rechazando muchas veces su realidad porque las hace sentir insignificantes. Estoy de acuerdo con ella en que mantener la ilusión es esencial para que sigamos en movimiento y luchando por nuestros sueños, pero intento convencerla de que el mundo real también está lleno de cosas mágicas esperando a ser descubiertas.
Noto unas gotas frías sobre mi cara. Levanto la mirada y observo los primeros copos que empiezan a caer mientras me ajusto bien, hasta las orejas, el sombrero rojo de lana que encontré esta tarde en el fondo del armario.
VALENTINA
Valentina se escondía bajo el ala de su sombrero de señorita bien. Se disfrazaba de lo que no era para observar el mundo y aprender estrategias para regresar hacia sí misma.
Dentro de pocos días, aquel paseo no sería un mero ensayo. Algo más que alas de mariposa se agitaba en sus entrañas al pasar delante de la estatua de la Plaza de Moscú. Moscú… quedaba tan lejos su ciudad natal y más lejos aún la aldea al borde del lago helado que le había parecido el paraíso de las hadas. Lejos en el espacio y el tiempo, como las voces de sus hermanas patinando raudas sobre el hielo, voces cálidas acalladas por risas perversas que silenciaron su alegría bajo la mirada cómplice de aquel invierno que paralizó su vida.
Pero ella haría que la rueda avanzara de nuevo. Devolvería la dignidad a Katia y Alexandra, se devolvería a sí misma la paz. Apretó los dientes y dejó atrás la estatua del hombre que había dado aquella orden atroz. No necesitaba mirarla de frente. Conocía demasiado bien esos rasgos cincelados en su memoria. Los había divisado desde abajo, escondida entre los abrigos, con los patines a medio poner. «Así es como le gusta que lo miren», pensó, «desde el suelo, por eso hace colocar pedestales tan altos». El mismo ritual en cada ciudad, el mismo proceder en cada saqueo. Hasta ahora. Apenas setenta y dos horas lo separaban de un cambio de rumbo.
—No será rápido. No lo mereces —susurró Valentina volviendo sobre sus pasos, satisfecha con las mediciones.
Era una mañana fría de invierno en la plaza roja de Moscú. Iván contemplaba Monumento a Marshal Zhuko.
Le servía para recordar como el pueblo ruso conmemora su victoria sobre la Alemania nazi a través de la estatua del mariscal. De pie, sobre su caballo, con el sombrero perfectamente colocado.
El mirar aquella estatua le servía para recordar otros tiempos, para valorar lo que tenía. Recordar tanto sufrimiento, hambre y muerte sufridos en la segunda guerra mundial, hace que celebres cada instante de tu vida actual.
Miraba la cara del mariscal con interés cuando de repente apareció una mariposa. Era blanca y se movía lentamente. ¿Qué hacía una mariposa en la plaza roja de Moscú en pleno invierno?
¿Era su imaginación? ¿tal vez un espíritu encarnado en insecto con algo que decirle?
Miró aquel insecto con incredulidad si pestañear hasta que no pudo más y cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, la mariposa no estaba. Tal vez un sueño. Tal vez quede algo por decir.
La colección de sombreros estaba sobre la cama . Delante del espejo se probaba uno tras otro, con apatía, como si estuviera en otro sitio , en otro lugar distante en el espacio y el tiempo.
Cuánto había pasado desde que el , delante del piano , la veía danzar , probándose sombreros , ¿ éste o éste otro ?. Desnuda de cuerpo y alma bailando solo para él , después de una tarde y noche apasionadas en su pequeño apartamento. El ensayaba en camisa para el próximo concierto, Algún día volarás sobre el escenario , mi pequeña oruga , y te convertirás en mariposa. Ella reía, Ya sé , llevaré este sombrero, irá bien con el vestido y todo el mundo dirá : Es ella , la musa del maestro –
Ahora su paso era torpe , ya no danzaba , hacía tiempo que había dejado el escenario.
Ya estoy lista . El chófer la acompaño hasta la calle y la ayudó a subir al coche .
Camino del aeropuerto pasó delante de la estatua del concertista, con un leve gesto de cabeza se despidió de él , mientras dejaba atrás el invierno de Moscú. Las mariposas necesitan un clima mas cálido
La pregunta más terrible
Justo antes de sorber el café de sobremesa, la doctora Karen, reconocida microbióloga, sintió de pronto que le quemaba el estómago. Seguido, un hinchazón en la garganta le impidió respirar. Sus ojos se le escapaban de las órbitas, y siete segundos después cayó fulminada al suelo de mármol del Centro de Convenciones de la capital belga.
Veinte minutos más tarde, la comunicación de su muerte llegó de manera simultánea a sus destinatarios en Moscú, Washington, Pekín y Londres.
.
Dos días atrás, Karen discutía con su marido en su apartamento del barrio de St Hanshaugen de Oslo. Se preparaba para un nuevo viaje. Se había terminado de duchar. Y ya con el pelo seco se vestía tratando de cuidar la combinación de elegancia con un estilo informal.
– La niña te echa en falta. ¿Cuándo van a terminar con todos estos viajes, Karen?
– Cariño, no me lo pongas más difícil aún. Yo también echo en falta a Erika cada vez que salgo, pero ya te he explicado que el asunto es muy gordo y tengo que llegar hasta el final. No es normal todo esto.
– Karen, no es normal nada desde que comenzó esta pandemia maldita.
– Ya lo hemos hablado más veces Otto. Dejémoslo.
– No espera. Hay otra cosa más. Empiezo a estar un poco asustado con todo esto.
– ¿Asustado?, mira no puedo detenerme ahora. Necesito que confíes en mí y me apoyes. Tenemos que encontrar respuestas.
– ¿Respuestas? ¿Y no podrías al menos darme algo más de información para saber de qué preguntas andas investigando?
– No puedo Otto. Cuando esté segura de…
– ¿Segura? Vamos a ver, si no fuera porque te conozco desde hace años diría que te has vuelto una de esas negacionistas chifladas que dicen que el virus…
– Otto por favor, no digas idioteces.
– ¿Entonces? ¿Acaso las vacunas no están funcionando?
– Claro que están funcionando. Y menos mal que existen, porque si no, de durar la pandemia más tiempo la humanidad hubiera regresado a la Edad Media. Mira la cantidad de efectos que ha dejado, la soledad, la pobreza, tanto dolor en mitad del invierno…
– ¿Y entonces? ¿Ahora que finalmente ya todo está en vías de solución qué te traes entre manos? Por favor Karen…
– Estoy buscando las respuestas a una serie de pregunta que no me encajan en todo lo que ha ocurrido el año pasado. Te prometo que en breve te lo contaré, pero ahora necesito tener las manos libres para poder…
– Déjalo Karen. Me voy al parque con la niña mientras haces la maleta para tu salida a Bruselas. Si a la vuelta me quieres contar algo pues muy bien. Y si no seguiré siendo el marido resignado que no entiende nada pero que cumple como puede con lo que puede.
– No te enfades cariño. Dame un beso. Nos vemos en un par de días, ¿ok?
Se lo dio no muy convencido. Ella vistió a Erika con todo el amor de madre con remordimientos por las intermitentes ausencias. Le colocó el gorro de lana y agarró con sus manos el rostro de su hija.
– ¿Nos damos un beso de mariposa?
– ¡¡¡¡¡Si!!!!
Acercó sus pestañas a la nariz de la niña y le acarició con ellas mientras parpadeaba.
– Cuídale a papá, ¿vale? Y pasarlo muy bien. En dos días vengo y te traigo… ¿un perrito de peluche?
– No, de peluche no, un perrito de verdad.
Abrazó a su hija con un incipiente nudo en la garganta. Unos minutos después, Otto con la niña en la bicicleta salía rumbo al parque.
– Gracias, corazón –le dijo a su marido a la vez que él cerraba la puerta.
Karen se asomó a la ventana para ver cómo se iban. Atajó el inicio de una lágrima y se quedó absorta en sus pensamientos mientras miraba sin ver la estatua que retaba al frío en la plaza.
Después se sentó. Abrió el portátil. Escribiría algo rápido. Y al final el título. Siempre lo hacía después de escribir su reseña diaria. El teclado sonó durante seis minutos. Se acarició el flequillo rubio que jugaba a esconder el verde de su ojo derecho. Se miró en el espejo. Se sentía intranquila. Regresó a la pantalla y tituló “¿Ha sido la pandemia el mayor negocio del siglo?” Lo guardó en un pendrive. No quería archivarlo en la nube. No quería dejar pistas. Lo desenganchó del ordenador y lo escondió en el bolsillo de un abrigo que colgaba de su ropero.
.
Dos días después Otto recibió una llamada telefónica. La muerte de su mujer lo dejó en absoluto estado de shock. ¿Cómo podía Karen morir por un atragantamiento? ¿Cómo decirle a Erika que mamá no volvería nunca? El dolor más intenso creció en su interior. De pronto, era un hombre desconcertado hasta la parálisis, un hombre arrojado al abismo de la angustia.
No fue consciente de en qué momento dio permiso para la autopsia. Al día siguiente iría a Bruselas. ¿Y Erika? Su primer impulso fue llevarla consigo. Pero una ráfaga de cordura le aconsejó dejarla con Aneka y Grette, sus vecinas que también tenían una niña de cuatro años. Le dieron un abrazo y le insistieron que se quedara a cenar algo, pero no quiso. O no pudo. Tenía que tratar de ordenar su cabeza.
Las horas pasaban de una manera diferente desde la fatal noticia. Otto sabía que no iba a dormir en toda la noche. Tenía el avión a las 7.15 de la mañana. No podía creer que Karen no regresara. Temeroso abrió el armario donde estaban sus vestidos, sus camisas, las zapatillas, los abrigos. Descolgó uno de ellos, lo abrazó y rompió a llorar como una tormenta de resignación. Un llanto que le recogió en su necesidad de catarsis. Lloró según se le aparecían imágenes en su cabeza. Su forma de mover las manos, su mirada verde, el tono de su voz, su sonrisa. De repente todo reducido a recuerdos. Apretaba el abrigo como el fantasma de una ausencia aún imposible. Y lloró hasta gritar. Hasta el agotamiento, hasta el desfallecimiento. Y recordó las últimas palabras. La discusión tonta a la hora de despedirse…
Noto algo en el bolsillo del abrigo, y sin pensar lo sacó. Era un pendrive. Una intuición inexplicable lo colocó en el portátil que compartían. De manera mecánica lo encendió y comenzó a leer.
“¿Ha sido la pandemia el mayor negocio del siglo?”
De pronto se dio cuenta de que ahí estaban las respuestas a sus interrogantes de dos días atrás.
“Acabo de discutir con el pobre Otto. Entiendo su postura, y no sé si le pido demasiado cuando le digo que entienda la mía. A veces siento que usa a Erika como chantaje. Ya sé que no es así, pero no es fácil ser ecuánime todo el tiempo. Necesito llegar hasta el final, pero a corto plazo, mi familia no se merece mi desequilibrio. Y a largo plazo es fundamental saber la verdad.
Parece que, por suerte, las cosas al menos aquí, en los países del norte van aplacándose con esta pandemia que lleva año y medio asolando el planeta. Las noticias que llegan (o mejor, que no llegan) de los países del sur no son tan optimistas. Las vacunas se están distribuyendo entre quienes podemos pagarlas.
Como doctora en medicina e investigadora no puedo consentir que la salud sea un negocio. Y esto me ha llevado a terrenos delicados y a una pregunta que puede ser terrible.
La pandemia ha existido y aún existe. Las vacunas funcionan y están disminuyendo el número de víctimas.
Pero jamás, en ningún momento de la historia se ha desarrollado un antídoto con esta rapidez. Al menos ha tenido que pasar una década desde las primeras investigaciones hasta dar con la vacuna exitosa. Y entonces surge la pregunta. La que me lleva a investigar y a cuestionar los andamios de toda esta situación. Realmente ¿cuánto tiempo ha estado investigándose en la vacuna contra el Covid? ¿Meses o años? Y si tan solo se ha dedicado la mitad del tiempo normal, es decir, cinco años. ¿Cómo es posible que se trabajara en ella antes de que existiera el coronavirus? O acaso existía y simplemente se estaba a la espera de tener la oferta preparada ante una demanda que de forma masiva se daría en todo el planeta y que generaría para sus beneficiarios no menos de cincuenta mil millones de dólares? ¿Se dio luz verde a la enfermedad cuando se supo que la vacuna estaría lista en pocos meses?
Las investigaciones hasta el presente no me han llevado a descartar esta terrorífica hipótesis. Me voy ahora a Bruselas a verme con alguien que me va a dar al parecer las pruebas definitivas en uno u otro sentido.
En unas horas estaré más cerca de la verdad. Y entonces ya podré hablar con Otto y contarle todo. Lo estoy deseándolo”
Terminó de leer y de pronto tuvo el convencimiento de que Karen no murió por un atragantamiento. En la necesidad de relevar a su mujer en la búsqueda de respuestas encontró el coraje que necesitaba para no hundirse en su dolor. A las 7.15 en punto Otto embarcaba rumbo a Bruselas.