Adriana a menudo se sentía como si fuera la primera vez que la soltaran de la mano y la dejaran expuesta a la vida, indefensa.
Cuando esto sucedía, se quedaba parada en la calle sumisa a su cuerpo mudo pendiente de los ojos amenazantes de alrededor. Volvía a casa, con la cabeza baja y los pies torpes, y se dejaba engullir en el mismo rincón del sofá donde su madre había bordado tantos manteles como ausencia había repartido. Agarraba ese recuerdo hasta desaparecer en él. Los dedos firmes y largos dirigían la aguja, un dragón de mar de cola serpentina que se sumergía en las profundidades de la tela dibujando flores y cenefas de diferentes colores degradados.
Si pudiese convertirse en hilo… de la aguja pasaría encarcelada a formar parte de algo más, bello y perenne. La habrían dirigido para después soltarla y encerrarla, sí, pero jamás estaría sola.
Podía pasarse días anclada a ese oleaje de pensamientos recalcitrantes, encogida en su miseria, hundida en el lino del sofá, sin sed ni hambre, administrando el oxígeno de la estancia en respiraciones lentas y profundas.
“Una flor de cerezo posada muerta en el suelo”
Adriana deseaba ser un haiku, sin embargo era la levedad de un cuerpo que se obliga a permanecer en un momento inamovible e infinito, un re sostenido.
Una tarde de abril, el crepúsculo arremetió contra el cristal de la ventana, una violencia azul que inundó la mirada hierática de Adriana. Al unísono, alguien giró una llave y abrió la puerta de bisagras oxidadas, el reloj se detuvo a las 8 y 8 pm.
“Una flor de cerezo posada muerta en el suelo”